Las ciudades ya no son lo que eran, de eso no nos cabe duda.
La concepción de ciudad tradicional ha ido abriéndose paso a un nuevo paradigma, que ha ido evolucionando lentamente con el tiempo, hasta convertirse a día de hoy en toda una realidad, nos guste o no.
No podemos negar la evidencia, el concepto de “Smart City” o ciudad inteligente, ha venido para quedarse.
Aún sin contar hoy día con una definición consensuada, el Libro blanco de las Smart Cities expone que el propósito final de las mismas es “alcanzar una gestión eficiente en todas las áreas de la ciudad, satisfaciendo a la vez las necesidades de la urbe y de sus ciudadanos”.
No debemos olvidarnos del papel imprescindible que ostentan en toda esta nueva concepción las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC), dado que desde un principio el concepto de Smart City estaba ligado a las mismas de una manera principal y exclusiva. Su primordial función es la promoción del Buen Gobierno, y para eso serán las autoridades políticas y administrativas quienes deban definir los objetivos destinados a su utilización y orientación dentro del propio Gobierno.
Los principales ejes de actuación de una Smart-City en relación a las TIC, son: la administración electrónica, más conocida como “Ciudad Digital”, la digitalización de la información, la modernización administrativa y una integración e interoperabilidad de los servicios digitales.
Saliéndonos un poco ya del plano teórico, debemos señalar, que si bien son numerosas las ventajas y facilidades que las Smarts Cities van a proporcionar a todos los ciudadanos, también son innumerables los perjuicios que éstas pueden llegar a ocasionarnos, ya sea en la esfera de la salud, tal y como afirman numerosos colectivos científicos en relación a ciertos avances, como en la esfera jurídica.
Sin menospreciar y desatender en absoluto las importantes investigaciones sobre los efectos que la masiva incorporación de tecnología en las ciudades puedan llegar a tener sobre nuestra salud, será la esfera jurídica, por motivos obvios, la que procederé a comentar a continuación.
Y es que, ni todo es de color de rosas, ni todo es tan bonito como nos lo cuentan.
Antes de nada, no debemos seguir hablando del concepto Smart City, sin referirnos al Internet del las Cosas (IoT), y es que, junto con el Big Data, las plataformas, servicios de aplicaciones, las telecomunicaciones y la ciberseguridad, es uno de los pilares que sustentan el concepto de Smart City.
La revolución IoT se refiere a la interconexión de millones de dispositivos y objetos cotidianos con internet. El fin del IoT no es ya establecer una interconexión entre las personas, sino que la pretensión final es que las máquinas también sean capaces de relacionarse y de interactuar entre ellas.
Una de las principales herramientas requeridas para lograr todo este ambicioso reto, se conseguirá mediante la instalación de sensores de análisis inteligentes distribuidos por toda la ciudad, de tal manera que éstos tengan la capacidad de recopilar, tratar y analizar ingentes cantidades de información heterogénea, ya sean imágenes, sonidos, movimientos… Entraría aquí a formar parte del juego otro concepto al que ya he hecho alusión, y que seguro que es conocido por la mayoría de los lectores, y no es otro que el concepto de Big Data.
Y es que, en las Smart Cities, habrá millones y millones de datos circulando a nuestro alrededor, bajo un manto transparente, pero de tal envergadura, que yo creo que no nos podemos siquiera hacer a la idea.
Actualmente no contamos con una regulación que responda a todos los interrogantes que desde el punto de vista jurídico plantea toda esta nueva y ya presente realidad.
El Reglamento General de Protección de Datos es la norma que a nivel europeo regula la protección de los datos de carácter personal, reforzando especialmente el derecho de los afectados a controlar y a que no se traten sus datos más sensibles (los que revelen el origen étnico o racial, opiniones políticas, datos genéticos, biométricos, relativos a la vida sexual y a la salud de las personas…).
Si bien es cierto que este no es un derecho absoluto, ya que la protección de estos datos no operará cuando concurran una serie de requisitos, donde encontramos el bien conocido, ambiguo e indeterminado concepto de “interés público”, ¿cuándo dejaremos de ser los titulares de nuestros datos, para que “alguien”, amparándose en este ambiguo concepto de interés público, pase a ostentar total libertad de acceso y tratamiento de los mismos? Personalmente, esto es algo que me crea bastante inseguridad y hace que se me pongan los pelos de punta.
Nadie puede poner en duda las ventajas que ha supuesto la incorporación de la tecnología en todos los ámbitos de la sociedad, ya sea en el ámbito escolar, en el sanitario, en el industrial… Actualmente es impensable el simple hecho de pasar un día sin el uso de un medio tecnológico. No ha sido la tecnología la que se ha ido adaptando al ser humano, sino que ha sido el ser humano el que se ha ido acoplando a ella, hasta tal punto, que ahora seríamos incapaces de despegarnos y de vivir un solo día sin ella.
No estoy negando tampoco las facilidades que un mundo más conectado nos va a brindar en muchos ámbitos de nuestra vida, pero… ¿a qué precio?
¿Habría que considerar a día de hoy el temor planteado George Orwell en su obra “1984”?
Cristina Zato
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